sábado, 12 de noviembre de 2011

Tensiones y perspectivas de un discurso trascendente

Reproducimos éste artículo de opinión de Edgardo Mocca para la Revista Debate y que también fuera publicado en el blog Café Umbrales, por considerarlo un aporte al debate y la reflexión sobre los caminos que deberemos transitar en la consolidación del Modelo en el orden nacional, pero sin descuidar de comprender y dimensionar la diversidad de corrientes que pueblan el orden internacional.

Ante un grupo de empresarios de los países del G20, Cristina Kirchner pronunció un discurso que merecería traspasar los límites analíticos que impone el vértigo mediático, siempre sujetado a la anécdota y a la superficialidad. Dijo la presidente que su propuesta es “volver a un capitalismo en serio” y salir de este “anarcocapitalismo” financiero total donde nadie controla nada”. Dedujo de la crítica situación que atraviesa la mayoría de los países más desarrollados la existencia de una grave amenaza para el régimen democrático, según comprueba la trágica experiencia europea de los años posteriores a la crisis de la década del treinta del siglo pasado.

La rueda del capitalismo, sostuvo, funciona sobre la base del consumo, y su restricción sistemática por medio de la política de ajustes lleva a la profundización de la crisis.

Hay un ancho campo de debate abierto por este discurso. Lo primero que cabe resaltar es que la presidente explora, y no por primera vez, un género discursivo igualmente alternativo al elogio triunfal de la libertad de los mercados propio del neoliberalismo, y al lamento romántico por un socialismo que no fue. Se sitúa “del lado del capitalismo”. Como diría Engels, algo así como la defensa del capitalismo contra las prácticas de los capitalistas. No puede dejar de señalarse la tensión entre el mensaje presidencial y una parte del vasto arco de sus apoyos políticos y sociales que sustenta el respaldo a su gestión en la exploración de vías de desarrollo no capitalistas y anticapitalistas.

Desde un punto de vista teórico-crítico, existe más de un reparo que puede plantearse a esta posición desde la que se enuncia. La expresión “anarcocapitalismo”, más o menos recientemente retomada en términos laudatorios por un grupo de ideólogos ultraneoliberales, tiene, sin embargo, raíces en la teoría de Karl Marx. Fue este pensador quien intuyó en lo que llamó la anarquía de la producción social en el capitalismo, el embrión de los impulsos autodestructivos de este sistema. Anarquía de la producción significa que mientras los empresarios individuales calculan y planifican su producción y sus negocios, a escala social resulta imposible una análoga planificación porque se opondría al objetivo central de la producción capitalista, que no es otra que la máxima ganancia. Es en esa contradicción que se alberga la siempre latente posibilidad de una “crisis de sobreproducción” que consiste en la presencia en el mercado cantidades ingentes de mercancías que no pueden realizarse por la incapacidad de grandes masas de personas para adquirirlas. El capital financiero es un hijo inevitable de esta contradicción. Su actual hegemonía no solamente económica sino también política y cultural significa un grado no conocido de emancipación de una mercancía llamada dinero respecto de cualquier referencia productiva. La financiarización progresiva de la economía capitalista es el predominio de la forma trasnacional, especulativa, desterritorializada, mediática y endogámica del capital. Desde esta perspectiva cabe interrogarse sobre el sentido de una impugnación a la financiarización de la economía y de la sociedad, sin extender el cuestionamiento al propio sistema del que ha surgido (¿necesariamente?) el fenómeno.

Ahora bien, el Grupo de los 20 no se reúne para discutir si el mundo sigue siendo capitalista o deja de serlo. Es la reunión de los líderes de un puñado de países influyentes en el mundo, cuya tarea podría enunciarse como la de encontrar una forma de articulación, siempre tensa y contradictoria, entre el funcionamiento de la economía capitalista y la subsistencia de regímenes históricamente llamados “democrático-liberales”. Dicho de otro modo, la vieja cuestión del compromiso entre una sociedad que proclama constitucionalmente la igualdad entre sus ciudadanos y la sistemática creación de desigualdades sociales propia del capitalismo. Si esa fuera efectivamente la tarea del G20, habría que decir que en estos tres años transcurridos desde las primeras manifestaciones de la crisis mundial no la ha cumplido cabalmente. Ni los indicadores de la actividad económica han mejorado, ni la creciente indignación social se ha frenado, ni los oscuros nubarrones para la política democrática han sido despejados. Ayer cayó el gobierno de Grecia, hoy se anuncia la caída del de Italia y nadie sabe cuál puede seguirlo en los próximos días. El socialista Rodríguez Zapatero tuvo que adelantar la convocatoria electoral en la que su partido carece de chance alguna. El conservador Sarkozy tiene, hoy, pocas expectativas de ser reelecto. Por ahora, la alternancia entre derechas que se comportan como derechas e izquierdas que se comportan como derechas resulta un contenedor relativo de la crisis política. Nadie está seguro de que esa situación se mantenga si los nuevos gobiernos no aciertan un cambio de rumbo frente a la crisis.

Se superpone, entonces, una legítima e interesante discusión filosófica sobre el futuro del mundo –no menos urgente, sino simplemente diferente- con una trama política que se mueve en temporalidades más breves. La discusión política concreta no enfrenta hoy a partidarios del capitalismo con sostenedores de un sistema alternativo. Los tiempos en que existían bloques de países enfrentados por la dupla capitalismo-socialismo sólo pueden merecer nuestra añoranza si borramos de nuestra memoria el ominoso final de la experiencia soviética, después de consumarse su deriva autoritaria y regresiva. Por otro lado nada se gana discutiendo en abstracto si la historia del capitalismo podría haber sido otra, sin el triunfo contundente de los magnates financieros consumado en la década del setenta del siglo pasado. Mucho menos sirve el “cuanto peor mejor”, producto de las peores regresiones infantiles de las izquierdas. Sería impulsar más desempleo, más superexplotación, más xenofobias y más guerras de agresión para que así, ¡finalmente!, se revele la esencia inhumana del capitalismo.

Por otra parte, el capitalismo hoy “realmente existente” no es el único que conoce la historia. Después de la crisis de los años 30 del siglo XX, surgió una contestación política que dio en llamarse “keynesianismo”, pero que no se limitó a las recetas del intervencionismo estatal elaboradas por el economista inglés, sino que sirvió de base a un nuevo paradigma sociopolítico. Fue el llamado “estado de bienestar” europeo, generalizado después de la guerra, que tuvo muchos puntos de contacto con el New Deal “populista”, de Roosevelt en Estados Unidos. Desde entonces hasta la crisis de la década del 70 la humanidad recorrió un itinerario que, sin merecer el exagerado nombre de “los treinta años gloriosos” con los que quedó en algunos libros de historia contemporánea, constituyó un intervalo interesante en el proceso de concentración de la riqueza que hoy ha llegado a registros estremecedores. Fue la época del compromiso de clase, de los acuerdos tripartitos entre Estado, sindicatos y empresarios. La época del seguro social, de las pensiones, de la expansión de los derechos laborales. En nuestro país fue la época de emergencia del primer peronismo cuya memoria popular sigue alimentando, seis décadas después, al principal movimiento político nacional.

Cristina Kirchner se interpeló a sí misma al recordar su militancia de los años setenta, cuando seguramente no luchaba por un “capitalismo serio”. La consigna no es en sí misma seductora. Como tampoco lo es la esperanza de un futuro en el que el consumo sea el motor central de la vida de los seres humanos. La pregunta, no filosófica sino política, podría ser qué estrategia nos acerca más y mejor a una sociedad sostenida sobre otros pilares espirituales. Por lo pronto, podríamos asegurar que una sociedad como la argentina, con mejores salarios, más inclusión jubilatoria y asignación universal por hijo, es decir con una estructura social de consumo más igualitaria es un camino más interesante en la búsqueda de un paradigma alternativo que la que conocimos en los años “dorados” de la convertibilidad monetaria, el desempleo masivo y el desamparo social generalizado. Nadie puede saber, en principio, si hay un capitalismo democrático o un capitalismo serio. Pero si esas consignas operan en la lucha política real de la actualidad en un sentido positivo, su uso debería liberarse de reparos doctrinarios.

Finalmente, es bueno discutir dónde está parada hoy la Argentina en el debate mundial. No está, claramente, en un lugar central, ni decisivo, ni hegemónico. Más modestamente podríamos decir que está donde tiene que estar. Al lado del Brasil de Roussef en el G20. Al lado de la Unasur en la construcción de instrumentos económicos defensivos contra la crisis y de estrategias coordinadas de desarrollo. Está junto a figuras prestigiosas de la academia como Joseph Stiglitz y Paul Krugman, entre otros, que se resisten a la complacencia intelectual con un rumbo económico desastroso para el mundo. Está junto a los nuevos movimientos sociales por otra globalización. Y, según se ha demostrado hace poco, donde está la mayoría de su pueblo, particularmente entre los sectores más humildes.

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